Cómo aprobar y reprobar con dignidad

La idea no fue mía, lo tengo que admitir, fue de Umberto Eco quien escribió en el 2004 una columna para el diario italiano Il Corriere della Sera que tituló «Cómo probar y reprobar con dignidad». De ahí vino la inspiración. En realidad, las palabras de Eco iban en otra dirección, pero el pretexto fue bueno. Para quienes estamos cerca de las aulas, el título no les va a parecer excepcional. Sabemos de sobra que, cada fin de semestre, profesores y estudiantes nos enfrentamos a episodios en los que nos vemos sometidos al rito de calificar y ser calificados. En algunos casos se dan discrepancias y eso es no sólo previsible sino esperado. El asunto no debiera representar un drama sino un tema de comunicación. Lo malo es que más ocasiones de las que quisiéramos, el momento se confunde con la temporada de tragicomedia.

Al evaluar, los profesores de buena fe otorgamos una nota a los exámenes, trabajos y disertaciones que los estudiantes someten al criterio de quienes les impartieron la materia. Desde la objetividad, se evalúa la calidad y la pertinencia de las respuestas y de las entregas, o eso es lo que cualquier alumno espera, así debe ser. Y, suponiendo que todo marcha desde el escenario de la corrección académica, puede haber algún desencuentro ya que los que califican no son seres infalibles y pudieron cometer algún error. Las equivocaciones son parte del proceso.

El que busca aprobar con dignidad, se preparará para una revisión de la nota recibida. Estará listo para demostrar que el aprendizaje adquirido se corresponde con una mejor evaluación y desde el conocimiento podrá defender su postura y convencer al evaluador que el postulante tiene una respuesta correcta, un punto de vista adecuado y, con argumentos demostrar que merece una mejor calificación. No hay mejor evidencia que lo aprendido. Es decir, para aprobar con dignidad, hay que demostrar que sí se sabe del tema que se está abordando. Hay que estar dispuesto a probar que se adquirió el conocimiento. No es momento de cuestionar al profesor por qué calificó mal, sino de justificar las respuestas y convencer de que los argumentos son correctos.

Es pertinente hacer aclaraciones. Las lágrimas no son argumentos, tampoco lo son los gritos ni los golpes en la mesa ni los reclamos que apelan a la justicia o injusticia. De nada servirán los sombrerazos ni los empujones, menos sirven las amenazas. Recurrir a estos caminos deja huella de falta de conocimiento y deja a quien los esgrime en un terreno de indignidad inequívoco. Al pedir revisión, el estudiante tiene la oportunidad de convencer con sustento, no de ir a preguntar por la rúbrica ni de ir a negociar puntos extra o de conseguir a posteriori lo que debió ganarse a priori. Un postulante, especialmente si está en grados universitarios, debe dar importancia a las calificaciones, pero es de mayor importancia saber comunicar sus ideas en forma clara para constatar que consiguió las competencias necesarias para su desempeño profesional. Lo demás quedará en el olvido. En la vida, nadie irá preguntando por las calificaciones que se consiguieron en una u otra materia.

Reprobar con dignidad, significa estar listo para probar otra vez. Si al momento de revisar la calificación los argumentos para refutar o impugnar aquello que se sometió al criterio del profesor no lograron sostenerse, es momento de intentarlo de nuevo. Es a partir de la reflexión profunda para entender qué fue lo que hizo falta para estar al nivel, qué es lo que se debe de replantear, cómo se puede afirmar el conocimiento, dónde estuvieron las faltas y, a partir de este análisis, programarse para una siguiente oportunidad. Claro que a nadie le gusta reprobar, pero el entusiasmo que hay en el reclamo debió de haberse puesto en el estudio.

Así es en la vida personal, profesional, corporativa y de negocios. Las razones se sostienen con argumentos, no con disculpas, con reclamos o echándole la responsabilidad al sol, al cielo, a las estrellas, al tráfico, al internet, al profesor o al mundo entero. El que no llega a tiempo a una cita, la pierde. El que no está a la altura, no pasa. El que no demuestra sus méritos, no consigue sus objetivos. Si esa es la vida cotidiana en todos los ámbitos, así es como debemos formar a la gente en la academia.

Es triste, pero cada vez es más frecuente ver que al recibir una calificación los estudiantes toman uno de dos caminos: el de la súplica o el del reclamo. Ambas rutas restan dignidad. El que ruega se pone de rodillas, el que grita, también. El que sabe y está seguro de su conocimiento, no recurre a la bajeza. El que sustenta la razón, lo hace de pie y en calma: así logrará su cometido, convencer. Además, lo hará con dignidad.

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Fin de semestre

Este semestre fue peculiar, seguro que no habrá otro igual. Un periodo extraño: clases híbridas, con unos alumnos en el salón y otros detrás de una pantalla. Fui de las debutantes, de las que regresé a la universidad en forma presencial un lunes a las siete de la mañana después de un periodo de confinamiento.

Parecía astronauta. Llevaba tapabocas, lentes y careta. Veía poco, todo se empañaba. Entré con miedo a pesar de estar vacunada con esquema completo con Pfizer. Fue raro. Aprendí una vez más un nuevo método. Encender aparatos, coordinar y gestionar presencias virtuales y físicas. Partí la mente en dos para estar aquí y allá. No siempre lo logre, debo decirlo.

Pasó de todo. Estudiantes que estaban en formato presencial llegaron entusiasmados, los que se quedaron en casa se abrazaron del temor a un contagio y al confort de la tibieza del hogar. Conforme pasó el semestre, unos fueron perdiendo la garra, los que se quedaron en casa querían ir al campus, unos de los que iban dejaron de hacerlo y se rindieron ante la zona de confort.; otros se vigorizaron y tomaron el toro por los cuernos.

Así es la academia, un terreno en el que uno lanza semillas y se topa con campos terregosos, pedregosos, duros y fértiles. Hay muchos estudiantes flojos que van a perder el tiempo, otros que son distraídos y nada los conmueve, están los arrogantes que creen que lo saben todo, hay muchas que son groseros . Yo voy por esos que conservan las ganas de aprender, por los que abren la mente y el corazón, por los que están dispuestos y se dejan enseñar. Por ellos, vale la pena dar clases.

Fue un semestre peculiar, dicen que ya no se seguirá con el formato híbrido, que ahora todo será presencial. Esa es la instrucción. Fue un periodo atípico que termina y me deja cansada, me harte de hablar con cubrebocas, urge la vacación. Ya di la última clase del semestre, faltan los exámenes. Ya cumplí. Les toca a ellos. Habrá los que den frutos, unos al ciento por uno, otros al cincuenta y algunos al uno por uno; estarán los que se secaron antes de tiempo, los que se marchitaron y no lograron dar resultados, los que rueguen por calificaciones que no se merecen. Por ellos, uno se cuestiona si valió la pena el esfuerzo.

Desde esta extraña trinchera, dice Maslow que para compartir, hay que estar en el último nivel de su pirámide. Hay veces que dan ganas de bajarse. Pero, no nos bajamos. Dice Heidegger que se trata de dejarlos aprender, de no ser el centro sino de ser fuente, así se mejora el panorama. Creo que es un camino de ida y vuelta, aprenden ellos y nosotros también. Y todos vamos incluidos, los alumnos entusiastas, los profesores comprometidos, los estudiantes flojos y los profesores indiferentes, las autoridades irritantes, los jefes que apoyan. Todos vamos juntos.

Se acaba el semestre híbrido, raro, distinto. Será recordado, no tengo duda. Hay tiempo para todo, el de estas clases ya se acabó.

Clases híbridas

El regreso a clases es un hito que de debemos superar. No podemos seguir encerrados, aunque a decir verdad, la tentación de quedarnos en la tibieza de la madriguera es sumamente seductora. Nos quejamos del encierro y ni cuenta nos dimos de lo cómodos que estábamos en casa. Los profesores hemos tenido que hacer uso de la resiliencia y aprovechar nuestros recursos al máximo. Aprendimos a usar diferentes plataformas, nos confundimos y nos aclaramos; nos hicimos moño y nos desenredamos; dejamos que el ingenio y la creatividad llegarán a nuestro auxilio para seguir dando clases. Logramos que el show pudiera continuar. Siempre supimos que esta sería una época de transición.

Las clases virtuales fueron un espacio virtuoso por medio de el cual logramos que el mundo no se parara en seco. Pero, no han sido pocas las veces en que nos sentimos sometidos a la soledad de la pantalla. No estábamos seguros si detrás de ese cuadro oscuro en el que leíamos un nombre había o no una persona. Era claro que si no encendían su cámara, el estudiante que se encontraba al otro lado no quería mostrar algo. Y, ese algo era sus espacios privados, su intimidad pero también significaba que muchos estaban dormidos, en pijama, acostados o en un estado inconveniente y poco apropiado para tomar clases. Era preciso volver.

Sin embargo, se entiende que muchos sigamos teniendo miedo de regresar. Las cifras de contagios alarman al más tranquilo, ¿cómo no? La ocupación hospitalaria crece, la población vacunada aún no garantiza la inmunidad de rebaño y aunque tengamos ganas de volver, la cautela marca que tal vez sea momento de esperar. La cautela y la incomodidad. Dar clase con cubrebocas es muy incómodo. Ni modo. La dicotomía sobre el tema es ineludible, ir o no ir, ¿es ese el dilema? Me temo que no. El dilema que se enfrenta es el de la continuidad y en ese sentido, hay claridad. Es preciso continuar.

Y, como la mente humana está buscando soluciones todo el tiempo, las clases híbridas le dan la oportunidad a todos de continuar a su modo y a su ritmo. Pondremos a la tecnología a que trabaje a nuestro favor. Los que ya no resisten en encierro, pueden ir a clases presenciales con medidas de protección. Los que quieran quedarse en casa, o harán ya que seguirán tomando clases como hasta ahora. Los maestros, una vez más, haremos acopio de resiliencia para que la vida siga. Atenderemos a los que tenemos enfrente y a los que están frente a una pantalla. Y, de esa manera, echaremos a andar la rueda de la vida una vez más.

Un día antes de volver a clases

El día previo al inicio de clases es especial, hay nervios. En mi caso, así ha sido siempre. El olor a cuadernos nuevos, la ilusión de volver a ver a los amigos, de conocer a los nuevos estudiantes, de entrar al salón era de esas ilusiones agridulces. Las vacaciones largas se habían terminado, no más mañanas de levantarse tarde o de desayuno en la cama. Arrancaba la temporada de despertadores, despertar temprano, prisas. Y, entre lágrimas y aplausos, disponíamos a regresar.

Así hoy, con la misma emoción pero aumentada. La tercera ola de contagios merma el anhelo del regreso. A lo largo de los meses de encierro he soñado con volver y ahora que estoy a horas de hacerlo, tengo miedo. No sé si es prudencia o resistencia al cambio o las dos. Las razones para quedarse son reales y contundentes. Son las mismas que nos obligaron al encierro, no me quiero contagiar.

Estoy vacunada. Esa es la diferencia. Eso me hace sospechar que el temblor es mas una resistencia que otra cosa. Y, luego miro las noticias y el estómago se me hace un nudo. Las autoridades universitarias de la UNAM, la UAM, la UP han optado por la cautela. No habrá clases presenciales hasta nuevo aviso. El Tecnológico de Monterrey y la Anáhuac han optado por cercos sanitarios y volver.

No sé dónde está lo correcto. El tiempo lo dirá. Por lo pronto, al arreglar mis cosas para tomar el caminito de la escuela, no puedo negar que tengo miedo.

Cuando se revienta el hilo

En ocasiones, nos sentimos tan valientes como Teseo y nos adentramos en el laberinto para buscar al Minotauro. Sin embargo, la prudencia nos indica que tenemos que agarrarnos fuerte al hilo de Ariadna para que no nos vayamos a perder en el camino. Por eso, apretamos el puño y el paso; avanzamos con la certeza de que todo saldrá bien.

Nos sucede como esos bebés que están aprendiendo a caminar y se aferran a dos pelotas de tenis. Van dando pasos felices sin darse cuenta de que lograron caminar erguidos sin ayuda, pero si por alguna circunstancia caen en la cuenta de que su apoyo no es tal, se caen o se sientan y se rehúsan a caminar, incluso cuando ya lo estaban haciendo. Así se sentiría Teseo si se diera cuenta que el hilo se acaba de reventar.

Ni soy bebé ni personaje de mitología, pero ayer me pasó algo similar. Estaba feliz de la vida dando una clase, avanzando con mis explicaciones cuando hubo algo que me hizo sentir que no todo estaba bien. Fue un silencio prolongado y sí, efectivamente, la conexión falló, la conferencia en Meet se cayó (y se calló). Sólo Dios sabe cuánto tiempo estuve hablando sola frente a una pantalla. Minutos, pocos o muchos, no importa.

Se siente horrible pensar en que se reventó el hilo y yo ni cuenta me di.

Los maestros y la pandemia

Para ser maestro se requiere tener vocación. No cualquiera se para frente a un grupo a dejar lo que sabe y lo que es. Enseñar es un trabajo duro, que requiere de preparación, de preparación previa, de desempeño frente a los estudiantes, de tareas que se deben realizar después del horario de trabajo. El magisterio es una especie de peregrinar en el que los maestros tenemos que caminar contracorriente para lograr nuestro objetivo que es luchar contra la ignorancia y hacer del conocimiento un triunfo.

Nuestra cotidianidad transcurre entre salones de clases, pizarrones, gises, plumones, tareas, PowerPoint. Nos dijeron que eso es arcaico y que la enseñanza debía cambiar. Nos movieron el tapete y tuvimos que cambiar nuestros instrumentos. Adiós al aula, a la escuela, a la universidad, al calor de la convivencia y nos tuvimos que adaptar en horas a medios electrónicos.

Nuestras casas se transformaron en recintos de enseñanza, nuestra computadora en canal de comunicación. Aprendimos a usar plataformas que fueron nuestros nuevos salones, video conferencias que nos cortaban la comunicación cada cuarenta minutos, nos desgañitamos frente a una pantalla y sustituimos las caras de los alumnos por nombres para que el rendimiento del ancho de banda fuera mejor.

Además, nos llenaron de formatos para justificar que sí estábamos trabajando, nos auditaron para verificar que no nos hacíamos tontos, se metieron nuestros salones virtuales a ver lo que hacíamos y por poco se compromete la libertad de cátedra. Nos angustiamos y nos sobrepusimos. Ahora si el modem falla, se nos ponen los pelos de punta y si picamos un botón que no es, sentimos que se nos para el corazón. Hablamos frente a una pantalla y no tenemos la certeza de que nos estén haciendo caso, contamos un chiste sin saber si nos oyeron o si se lo va a llevar el viento, nos partimos el alma para mantener la atención a distancia. Transformamos la lejanía y nos hicimos presentes. Nos cambiaron las reglas del juego y aprendimos de volada.

Si los médicos y enfermeras han estado en la primera línea del frente de batalla, a nosotros nos tocó la segunda trinchera. Los maestros de preescolar y primaria son campeones, les tocó lidiar en campos complicadísimos: tratan con alumnos pequeños y con padres furiosos a los que nada les parece. Los de educación media tienen que traspasar las fronteras de la distracción propia de los adolescentes. Los que estamos en educación superior nos las ingeniamos para generar debate que mueva las neuronas de nuestros alumnos. A todos nos ha tocado contener la tristeza, manejar la apatía, controlar los nervios —ajenos y propios— para hacer posible la comunicación y transmitir conocimiento.

Muchos van a recordar esta pandemia como un periodo difícil. No hay duda. Pero, pocos van a saber decir qué fue lo que hicieron en este tiempo Yo sí que lo sé. En este tiempo tuve el privilegio de estar dando la batalla al Covid19 desde la segunda trinchera. Yo estuve dando clase.

Felicidades, maestros. Lo volvimos a hacer.

En la celda con Sor Juana

Ayer tuve el privilegio de dar clase en el salón 33 del Gran Claustro, justo arriba de donde se encuentra la celda que ocupaba Sor Juana Inés de la Cruz. Los techos de doble altura, los pisos de tablones anchos de madera, los muros tan blancos y esas ventanas tan largas que dan vista a la calle de Izazaga. Afuera era el bullicio de los coches, de la gente corriendo, del autobús y de los puestos que rodean la estación del metro. Dentro, el silencio de los alumnos haciendo examen.

Por un instante, tuve la impresión de que ya había estado ahí, que eso ya había pasado y que yo había visto antes esas caras concentradas, esas narices metidas en las hojas de papel y esas plumas que se movían rápidamente formulando respuestas. Fue esa sensación extraña de haber vuelto sobre mis propios pasos, pero… ¿Cuáles?

Era la primera vez que me tocaba un salón en el Gran Claustro, antes me habían asignado salones en el ala del callejón de San Jerónimo o frente al Patio de Gatos. Allá los salones son más modernos y aunque están rodeados por la armósfera de este estúpendo lugar, no dejan de tener el sabor de lo actual. Pero aquí, las vigas que soportan el techo tienen un gusto distinto, una fragancia especial. 

Fue un segundo, en el que sentí que estaba en alguna habitación de casa de mi abuelo, o en San Juan de la Penitencia, donde viví en Toledo, o ya de plano, en la celda con Sor Juana. Así, en una especie de vapor que me hacía flotar y me envolvía para hacerme sentir en un estado alterno de cosas, se me esacapó una sonrisa bobalicona. Casi, casi podía escuchar los pasos de las monjas jerónimas que vivieron ahí y por poquito me pongo a platicar con la Décima Musa. Podría asegurar que vi una sombra que se proyectaba a lo largo del corredor. Me atrevería a decir que vi el reflejo de un hábito negro.

Maestra, la voz de un alumno me hizo caer de la nube. El ruido de la calle de Izazaga me regresó al salón de clases del que en realidad nunca salí, ¿o si?

  

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