“Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita.” Lc 19:41-44.
Para los creyentes de muchas religiones, Jerusalem es el centro del universo. La llamamos Tierra Santa. Los pasos de Dios y su mirada han quedado plasmadas en las calles y murallas de esta ciudad sagrada. Pero, la tierra prometida, la roca del profeta Mahoma, el sitio de la Resurrección de Jesús es un espacio que no encuentra calma desde hace años.
Caminar por las calles de Jerusalem es algo único. El misterio de lo divino, la diversidad de los cultos, el recelo de la fe se mezclan en un conglomerado tan diferente como entrañable. Es peligroso, es fuerte, es conmovedor. Amo Jerusalem con ese amor entrañable y apasionado que nada me detuvo para recorrer la Ciudad Santa antes del amanecer y llegar a centro de mi fe. Por eso, la piel se me enchina al ver la necedad de quienes sin deberla ni temerla meten ruido político que no suma paz.
Jesús lloró al ver Jerusalem desde el Monte de los Olivos. Sabía lo que esta ciudad iba a padecer.
No entendemos. La paz es el vehículo de la verdadera felicidad. Los muros, las separaciones, los detectores de metales, no sirven. Al revés, generan resentimiento. El muro que divide a Palestina de Israel es más alto que el que inicia en Belén y termina en Sisjordania. El respeto a las diferencias no se manifiesta con imposiciones. La tranquilidad huye presurosa frente a los gritos y a los golpes de poder.
La embajada de cualquier país en Jerusalem es una manifestación de falta de sensibilidad. La de Estados Unidos es un signo de imperialismo. Qué lejos lucen los acuerdos de Camp David, qué distantes están Arafat y Rabin, qué pequeños lucen Netanyahu y Trump, qué pena más grande siento por una ciudad que sin pedirlo, se ha convertido en un bastión político sin que le sea respetada su santidad.