Resulta ahora, que nos asaltan intentos fallidos de inclusión. Para ponernos a la vanguardia y abrir la puerta y que todos puedan acceder, le andamos dando de golpes al lenguaje. Nos olvidamos de la estética de las palabras y les acomodamos adefesios que afean la comunicación y nos llevan a defender sinsentidos absurdos.
Ahora, no sólo escuchamos las reminiscencias del “chiquillas y chiquillos” de Vicente Fox, sino que nos topamos con calamidades como: portavoza al referirnos a la portavoz, como si el femenino requiriera necesariamente de la letra a para serlo. O, peor aún, los que usan la @ para incluir a todos, como si fuese la bendición urbi et orbi. O, en el colmo de la sin razón, le agregamos una x a los vocablos para no hacer alusión al género y que nadie se sienta ofendido o se sienta relegado.
Lo irritante de este asunto no tiene tanto que ver con las patadas que se le ponen al lenguaje, al final el argumento de la lingüística puede parecer petulante. Lo que me pone los pelos de punta es que quienes buscan inclusión piensen que con un signo se resuelve el problema. ¡Por favor!, ¿a ese grado de frivolidad estamos llegando?
Además, el lenguaje no es algo nimio, no es un elemento insignificante. El lenguaje es el conducto que hace posible el milagro de la comunicación. Quienes arruinan las palabras se asemejan a los que dejan basura en una esquina o a los que rayan las paredes ajenas. Podrán buscar muchas justificaciones, pero el hecho contundente e incontrovertible es que aventar una bolsa con desperdicios o pintarrajear un muro no es algo que sorprenda agradablemente.
Es verdad, nadie se ha muerto al ver que alguien te dejó en la banqueta su basura o que te rayaron las paredes. Pero, lindo no es. Como tampoco lo es estar leyendo y escuchando la forma ruinosa en que la gente usa el lenguaje para defender aquello que no tiene sustento. Para incluir de verdad, hacen falta más que palabras.