Teléfonos en el avión

Uno de los pocos sitios en los que podemos estar sin estar con un teléfono celular en uso es la cabina de un avión. Tan pronto como el piloto avisa a la tripulación que pueden armar los toboganes, se alumbra el anuncio de no fumar y de abrocharse los cinturones, sabemos que debemos de apagar el teléfono móvil. Antes de que el avión empiece a moverse para taxear por la pista, el aparato debe estar apagado. ¿Cuántas veces hemos visto a personas que se rehusan a obedecer las instrucciones de la azafata? Yo, muchas. Lo más simpático de la desobediencia es que en muchos casos no se trata de que estén interrumpiendo una conversación sumamente urgente, o que se este dejando pendiente algo de importancia extrema. La mayor parte de las veces son novios que se despiden, amigas que no han terminado de contarse algo, jefes que no dieron una indicación menor. En fin, por lo general, esas conversaciones interrumpidas no pondrán en peligro la vida de la nación, ni la continuidad de la rotación de la tierra.
Lo cierto es que la prohibición para usar el necesitadísimo aparato se basaba en que las ondas celulares interferían con los aparatos de navegación del avión. Siempre sospechamos de la veracidad de esas razones, especialmente porque muchos de los aviones de distintas líneas aéreas contaban con teléfonos de tarjeta de crédito que cobraban tarifas sumamente caras tasadas en monedas internacionales. ¿Por qué unos eran inofensivos y otros no? Las explicaciones sonaban endebles y los usuarios sospechamos que todo era un pretexto.
Pues, efectivamente, teníamos razón, todo eran puros pretextos. Las autoridades aeronáuticas de Estados Unidos han reconocido lo que todos ya sabíamos: el uso de teléfonos celulares dentro de un avión no pone en riesgo nada que tenga que ver con la navegación aérea. ¿Por qué no nos causa sorpresa esta noticia?
Sin embargo, lo que sí causa es un poco de angustia. Basta imaginar lo que sería un vuelo de cuarenta y cinco minutos con todo el mundo pegado al teléfono. Eso sería algo similar a un gallinero en efervescencia. Peor. Imaginemos un viaje transatlántico. No sería suficiente padecer al señor que ronca, ni al bebé que llora, ni al niño que cada dos segundos pide permiso para ir al baño, ahora tendríamos que escuchar una serie de conversaciones, timbres que anuncian llamadas, pleitos, reconciliaciones, órdenes y tal vez hasta intimidades. ¡Qué chulada!
Hace tiempo me tocó viajar en el tren de Alta Velocidad Española de Madrid a Sevilla. En el tiempo que duró el trayecto, un hombre fue hablando, a voz en cuello, de lo terrible que había estado el partido de fútbol de la noche anterior, del mal arbitraje, del triste desempeño de los jugadores y de una suerte de temas futbolísticos que para el que hablaba eran de tan alta importancia que no podían esperar a ser ventilados en una conversación persona a persona con un café o una cerveza enfrente. La urgencia lo obligaba a tratar tan delicado asuntó frente a todos los viajeros de tren. Los demás pasajeros tuvimos que escuchar todas y cada de las palabras de este sujeto. A mí nada me interesaba su conversación. Me sentí invadida. No pude leer el periódico, ni dedicarme a ver el paisaje por la ventana, ni platicar con mi acompañante. La voz del individuo inundaba el vagón completo. Hoy, por fortuna, en muchos de los sistemas ferroviarios en Europa se prohíbe el uso de teléfonos celulares. No porque interfieran con radares o con los equipos sofisticados del tren, si no por consideración. Por consideración a los pasajeros.
El silencio es un acto de delicadeza que nos debemos los unos a los otros para no ser molestos y ser molestados. Es una muestra de educación tan importante como no hacer ruido al comer, como no chuparse los dedos, como no rascarse la cabeza o apretarse los barros frente a la gente. Hay acciones reservadas para la intimidad, hablar por teléfono es una de ellas. Lo malo es que lo hemos olvidado.
La cabina de un avión es un lugar de confinamiento del que no se puede escapar mientras dura el vuelo. Para algunos, volar es estresante. Lo será peor si no se imponen reglas claras en cuanto al uso de teléfonos durante el viaje. Eso sí. Pero que nos digan la verdad. No se trata de que interfiera con otros aparatos, se tratará, de ahora en adelante, de un tema de buenas costumbres y de mejores prácticas. Por mi, será mejor que el uso de celulares se siga restringiendo. Es una cuestión de salud mental.

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Hambre en la vejez

Cuando tengo hambre me duele la cabeza, a veces hasta me pongo de malas. Por lo general, el ayuno me juega la mala pasada, truenan las tripas, rechina el humor, se activa la parte más primitiva de mi ser.
El hambre es una sensación dolorosa. El dolor se agrava cuando quien la padece se encuentra en los extremos de la vida, es terrible ver a un niño o a un viejo con hambre. Lo es peor, cuando la falta de comida se debe a un estado de pobreza tal que no alcanza no para comer.
Por eso se recibió con mucho entusiasmo la noticia de que el gobierno federal daría apoyos para personas mayores de sesenta y cinco años. La idea es buena, pero, como sucede con todas las ideas, no basta con que sean buenas hay que saber implementarlas y, como dijera
Cantinflas, ahí esta el detalle, chato.
Los aspirantes a recibir 525 pesos al mes, poco menos de cincuenta dólares, tienen que hacer filas de doce horas para ser inscritos en el programa. ¿Qué la gente de Sedesol no entiende que están tratando con ancianos? Es verdaderamente inhumano ver a tantas personas, con tantos años, esperando haciendo cola, para ser anotados. Hay gente que ha tenido que dormir en la calle esperando su turno.
Me entero que existen cincuenta y un ventanillas para llevar a cabo el trámite de inscripción. ¿Será que la gente de Rosario Robles no conoce la cifra de gente mayor que hay en México? Tanta ineficiencia parece estupidez, una estupidez que raya en la crueldad. ¿Eso es lo que entienden por solidaridad?
Insisto, la idea es buena. En el país hay muchos ancianos pobres que no tienen derecho jubilación ni a prestaciones, ni a seguridad social. Ese dinero no les va a resolver el problema de la vida pero sí los va a ayudar. La implementación es nefasta.
Es preciso, obligatorio, diría yo, que los beneficiarios sean tratados con dignidad, respeto y considerado, que la ayuda les llegue de forma oportuna, que el servicio que se les proporcione sea de calidad y equitativo. No es una dádiva, es un plan de una Secretaria de Estado.
Señores servidores del Estado, funcionarios de Sedesol, fíjense bien: no se trata de elevar el brazo desde el trono, extender la mano y lanzar monedas que los pobres recogerán del suelo. No, compréndanlo. No están dando limosnas. Su deber es hacer un trabajo profesional, para eso les pagamos. Para hacer bien las cosas. No para tener a nuestros viejos haciendo cola y durmiendo en la intemperie para recibir su ayuda. Merecen consideración, no sólo por su dignidad humana, especialmente por su edad.
¿No se les ha ocurrido abrir más ventanillas de servicio?, pregunto.

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