Nómadas digitales

Cuando uno piensa en salir de viaje, sabe de antemano que las condiciones van a cambiar. De hecho, una de las principales razones que nos llevan a dejar la cotidianidad es el cambio. Queremos ver cosas nuevas, cambiar de aires, respirar en otras latitudes, pero también quisiéramos seguir en contacto. Irnos, pero no tanto.

La ilusión de estar en dos lados al mismo tiempo casi se materializa con Internet. Podemos transformarnos en esa especie extraña, aunque cada vez más común, de nómadas digitales. Esos trotamundos que incluyen en el equipaje dispositivos, computadoras portátiles para tener acceso a llamadas telefónicas, mensajes de WhatsApp, redes sociales, el banco, la oficina, los amigos, la familia y, en resumen, de todo.

Es más, hay quienes han hecho un estilo de vida eso de ser nómadas digitales. Salen, cierran la puerta y no vuelven más. Inician un viaje eterno. Total, ¿a qué quedarse si el clima es malo, si las condiciones no son agradables, si los artefactos se descomponen, si las paredes se deslavan, si la ropa se arruga? Mejor correr tras un clima que sea de agrado, a lugares en los que todo marche perfectamente, a hoteles en los que si el grifo gotea, te cambian de habitación. Mejor olvidarse de refrigeradores, estufas, sofás, lavadoras y planchas.

Pero, el mundo del nómada digital tiene la fragilidad de la conexión. ¿Quieres ver a un trotamundos digital nervioso? Dile que no hay conexión WIFI y ya verás. Sin una conexión a Internet confiable, todo se viene abajo. No hay listas de amigos ni fotos ni acceso al banco ni a la agenda virtual ni WhatsApp. Se materializa el llanto, la desesperación y el rechinar de dientes.

Salir de viaje tiene dos maravillas implícitas: saber que te irás y saber que vas a volver. El mundo de los nómadas digitales me causa cierto escozor. Desde verlos correr detrás de espacios con conexiones robustas a Internet hasta el desarraigo absoluto y sus implicaciones me causan acidez estomacal.

El viaje permanente tiene la ventaja de la novedad, pero la sorpresa continua es difícil de sostener. Las desventajas me resultan pesadas de sobrellevar: no hay posibilidades de tener un perro con el que salir a caminar o una gatita que ronronee al verte llegar. No hay un rincón favorito para leer ni una cobija de puntitos para cubrirte. No está el abrazo solidario ni el beso de buenas noches. No hay un buenos días ni la taza especial para servirte café.

La cotidianidad se sustituye por un movimiento perenne. Los saludos se cambian por mensajes. Los besos se convierten en caritas digitales. El acompañamiento virtual deja un vacío que es difícil de compensar. Aunque, todo en esta vida son pareceres. En lo personal, prefiero salir y saber que regresaré. Me gustan mis pantuflas, el agua que corre por mi regadera. Me hacen sonreír los rechinidos de la casa. Añoro mis caminatas con Shekel, las gracias que hacen Chai y Gis. Me gusta el café caliente y el periódico que me deja manchas de tinta en los dedos. No hay sustituto para un abrazo de mis hijas y a Carlos prefiero darle un beso que mandarle uno digital. Hay cosas que siguen siendo mejor cuando son presenciales.

Irse y volver.

Irse, volver, descansar, desconectarse. Apreciar esos pequeños desperfectos de la vida cotidiana y, sí ¿por qué no? Aprovechar las ventajas de los adelantos tecnológicos sin convertirnos en esclavos digitales.

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